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lunes, 2 de abril de 2012

Homilía del cardenal André Vingt-Trois - Velada de oración en el marco de Misión Metrópolis 2012 «¡Hosanna en la ciudad!»

Homilía del cardenal André Vingt-Trois - Velada de oración en el marco de Misión Metrópolis 2012 «¡Hosanna en la ciudad!»
El viernes 30 marzo 2012 - Catedral Notre-Dame de París
Es difícil anunciar a un Mesías crucificado. La misión de la Iglesia no se apoya nunca en la superioridad de sus medios humanos, sino en la Palabra de Dios, inspirada por el Espíritu Santo en el corazón de pobres pecadores.
Hermanos y Hermanas,


¡No creáis que sea fácil anunciar a un Mesías crucificado! 
¡No creáis que sea fácil mostrar Jesús en la cruz como el signo de la salvación! 
¡No creáis que sea fácil a los hombres de reconocer la vida en este signo de muerte!
San Pablo, a lo largo de sus viajes a través del mar Mediterráneo, ha sido confrontado a menudo a esta dificultad de anunciar a un Mesías crucificado: «Esto resulta ofensivo a los judíos, y a los no judíos les parece una tontería» (1 Co 1, 23).


Todos, todos los hombres son en busca del que les puede aportar la felicidad. Todos quieren encontrar aquel que podrá dominar las fuerzas malas que dañan el mundo, las potencias que destruyen el universo y machacan las almas y los corazones. Pero todos, esperan el que va controlar el mundo a la manera de como ellos entienden el control del mundo. Buscan uno todopoderoso que aplasta a sus enemigos.

En el Evangelio, repetidas veces, los discípulos mismos oyen Jesús anunciar que va a Jerusalén para ser crucificado allí, para morir y para resucitar. Pero no comprenden. No pueden concebir que la victoria sobre el pecado y sobre la muerte pase por la ofrenda que Jesús hará de su vida. Asimismo, la pequeña multitud de hombres y mujeres agrupados en el Golgotha, en el momento de la crucifixión, no podían imaginar que la condena y la ejecución de Jesús no era el signo de su fracaso, pero el primer paso de su victoria. Se burlaban de él. Lo provocaban: «¡que se salve a sí mismo ahora, si de veras es el Mesías de Dios y su escogido!» (Lc 23, 35); «Es el Rey de Israel, ¡pues que baje de la cruz y creeremos en él!» (Mt 27, 42). Nosotros mismos, en estos días en que vivimos la larga meditación de la Pasión del Cristo, somos confrontados a esta tentación: ¿creemos verdaderamente que el amor hasta al extremo y hasta el don de su propia vida es victorioso de la desgracia y de la muerte?
 
Sin duda no podemos venir solos en el pie de la cruz. No podemos mirar solos el Cristo crucificado si nadie nos tiene la mano y nos permite abrir los ojos y el corazón. María, al pie de la cruz, atraviesa la prueba que vive su Hijo. En el pie de la cruz, ella representa a la humanidad  que también experimenta la muerte. El discípulo que Jesús amaba es la figura de la humanidad en espera, del cual los ojos son velados todavía sin poder comprender completamente lo que pasa. Jesús encomienda el discípulo que amaba a su madre. También Jesús nos encomienda a su madre, para que ella se mantenga en nuestros lados cuando nos volvemos hacia el Cristo crucificado. Y Jesús le encomienda a su madre al discípulo que amaba para que la Iglesia cuide de la madre que iba a seguir estando sola. 

Misioneros de «Hosanna en la ciudad», respondiendo al llamamiento de la Iglesia, vosotros os esforzáis, de anunciar a un Mesías crucificado durante estos tres días. Vosotros queréis atestiguar que el sacrificio del Cristo es un signo luminoso del amor de Dios, y no el signo degradante de la indiferencia de Dios en respecto a su Hijo. Ustedes hacéis vuestra esta palabra de Jesús: « El que quiera ser mi discípulo, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame.» (Mt 16, 24). No intentáis probar que estáis  más fuertes, más santos o más creyentes que los otros. Pero anunciáis que, en vuestras debilidades, vuestros pecados y en las cuestiones que viven en vuestros corazones, estáis sostenidos por la Virgen para acoger, como ella, la potencia del Espíritu y volverse capaces de pronunciar las palabras de Dios. No estáis invitados a una empresa de propaganda o de venta a domicilio todo humano, pero a un proyecto de fe. Eso que Dios puede realizar a través de nuestra debilidad, lo puede realizar en el corazón de todo hombre. Para todos aquellos y aquellas que vais encontrar en el atrio de la catedral o a los alrededores, y que serán sorprendido, quizás, de veros tan felices de ser testigos de un Mesías crucificado, aprenderéis poco a poco a volverse testigos de la potencia del Espíritu que ha levantado al Cristo de entre los muertos, y que nos ha liberado de la muerte por nuestro bautismo.

No es una forma de investigación mórbida pues la que nos conduce a venerar los signos de la Pasión: la corona de espinas, un trozo de la verdadera cruz, un clavo. Sacamos de nuestra fe la convicción que el que ha sido puesto a muerte ha resucitado para nuestra Salvación, y que ha enviado su Espíritu Santo sobre sus discípulos para extender la misión de la Iglesia en la tierra entera. También, acercándome para venerar a la Santa Corona de espinas, avanzamos con humildad, para que nuestro paso exprese el deseo de nuestro corazón, para que nos permita crecer en la fe y nos fortalece en la capacidad de volverse testigos de la Buena Noticia.


Amén.

† André cardenal Vingt-Trois, arzobispo de París